En el marco del proyecto Ríos de Tinta dirigido a todos/as los/as estudiantes de 1° y a cargo de las profesoras Gabriela Rodríguez y Pamela Ruíz se continua en el proceso de escritura de textos originales de nuevas leyendas que hablen de nuestra cultura y de quienes somos. A continuación, compartimos una nueva entrega del material que conformará la antología digital de este año.
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La leyenda del molle
Por Lorenzo Gutiérrez, Mariano Pavese, Victoria Renzi, Sofía Requena, Lucas Tapia y Kayla Yob (1° B).
Se dice, que hace mucho tiempo, en la hermosa provincia de Misiones se hallaba una bella mujer perteneciente a la tribu guaraní. Su nombre era Itatí, que significaba “piedra blanca” aludiendo a la belleza de esta mujer.
Itatí pertenecía a la familia del cacique de la tribu, el grupo lo formaba su padre, su madre y su hermano llamado Aramí. Su hermano, Aramí, era despreciado por su debilidad y poca fuerza para hacer los trabajos que el hombre, en aquella época, realizaba. Aunque había una sola persona que lo apreciaba, era su hermana, Itatí. Ellos eran muy unidos y no había nada más grande en aquella tribu que el cariño que se tenían.
Ilustraciones realizadas por los autores
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Una mañana, Aramí, cansado del desprecio de su familia fue hablar con su hermana debajo de un árbol, frente el río Paraná, donde se disfrutaban del sol y de los cantos de los pájaros.
-Estoy cansado de pelear, de sufrir ¿Qué puedo hacer?- preguntó Aramí.
-Aramí, no te preocupes, algún día tú serás el cacique de esta tribu –respondió.
El padre de los hermanos murió y Aramí se convirtió en el nuevo cacique, tal como lo había dicho Itatí. Luego de un tiempo, el nuevo jefe, se casó con una mujer que pertenecía a su tribu. Ella era muy envidiosa, le molestaba la belleza de Itatí , no soportaba la idea que existiera una mujer más hermosa. Así fue como un día cualquiera, Itatí se encontraba descansando en el bosque Neves, cerca de la ciudad, hoy conocida como Apóstoles. En un momento de la noche, detrás de los árboles llenos de color y con una copa extensa, que parecía un semi círculo, se hallaba la esposa de Aramí, esperando el momento adecuado para poder matar a Itatí. Inmediatamente, sacó una lanza y la apuñaló por la espalda. Al cabo de unos días, su hermano la encontró tirada en el suelo. Apresuradamente, la tomó en sus brazos, tratando en vano que ella volviera a abrir los ojos. Pero ya era demasiado tarde, Itatí había muerto.
Aramí no pudo hacer otra cosa que llorar. Era tanta la angustia que no podía soltar de sus manos a su amada hermana. Lloró durante horas sin parar, y no pudo detenerse hasta que vio que todo estaba cambiando. Itatí en una metamorfosis sin regreso se había convertido en un árbol grande, bello y fuerte.
Cuentan los pobladores del lugar, que en ese árbol aún perviven el espíritu y belleza de Itatí, pero en sus hojas tiene una especie de piel que lastima al tocarla.
Así es que cuando veas un árbol conocido como molle, no lo toques, porque el espíritu de Itatí aún busca vengar su absurda muerte.
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Leyenda de la flor pasionaria
Por Lara Bessi, Julia Menel, Dana Toranzo, Lila Albenga, Victoria Mariño y Jade Slutzky (1° D).
Rufina era una pequeña niña que vivía a la orilla del río Los Reartes en la provincia de Córdoba. Su abuelo, don Eloy, era un campesino que cuidaba gallinas y de la pequeña Rufina. Un día, la pequeña se encontraba jugando en el campo, cuando una hermosa flor nunca vista captó su atención. Se acercó, la miró, la acarició y contempló su belleza casi hipnóticamente. Sin lastimarla, y con esmero cuido de ella durante años, la flor nunca se marchitó.
Flor de la pasionaria
Pasado algún tiempo, don Eloy enfermó y el temor de la pequeña a que su abuelo muriera la desesperó. Una noche, recostada en su cama, recordó aquella flor que nunca se había marchitado, intuitivamente, pensó que podía encontrar una solución. A la mañana siguiente, se levantó esperanzada y corrió hacia donde estaba la flor. Sentada frente a ella pensó cómo hacer para extraer sus poderes sin dañarla, y al bajar el sol vio que de sus pétalos caían gotas casi cristalinas y las junto en un pequeño recipiente de vidrio. Al llegar a su hogar, le suplicó a su abuelo que bebiera algunas gotas de la sabia de la flor de la pasionaria. Su abuelo, con los ojos llenos de ternura, asintió con la cabeza y la dulce Rufina le dio las gotas en una cuchara. Así lo hizo durante treinta y ocho días. Su abuelo, fue mejorando día tras día, y pasado el mes ya estaba curado. Desde ese entonces se cree que la flor de la pasionaria tiene poderes curativos y regenerativos.