Vivimos en tiempos donde la palabra “política” genera tensión y cierta incomodidad. Cuando nos animamos a decir “política”, surge un sinfín de interrogantes por parte de quienes reciben el mensaje, que en no pocas oportunidades, pareciera obligar al hablante a ajustar la contextualización de que se entiende o que se quiere decir cuando se menciona el concepto Política.

En esta oportunidad, el objetivo no es definir el concepto, sino invitar a la reflexión, de lo que sucede cuando en una institución educativa aparece con fuerza y –sin pelos en la lengua− el hecho de que todo acto educativo es un acto político. Para esto, me resulta útil mencionar la distinción que hace Mario Justo López en su libro “Introducción a los Estudios Políticos I” sobre una acepción amplia y/o limitada del concepto “política”. López hace mención a una dimensión limitada de la política cuando el marco de referencia es el Estado, es decir, cuando la actividad y las relaciones de poder se vinculan estrictamente en la dinámica propia del Estado y el sistema político. Desde otro lugar (el cual será nuestro marco de referencia), el sentido amplio del término se presenta cuando las relaciones de poder exceden al sistema político y se hace parte de la cotidianeidad de las y los sujetos.
A partir de lo anterior, vamos a afirmar que “el poder no es otra cosa que otro hombre que se da a la relación política o al complejo de relaciones políticas” (López, 1969, pp. 40) y en este sentido, si política es ejercicio del poder, podemos afirmar que “todo es política”, o dicho en otros términos, todas las relaciones interpersonales se encuentran atravesadas por la existencia de poder. Con este marco de referencia nos preguntamos, ¿acaso el aula no es un espacio mediado por constantes relaciones de poder? ¿No es la Escuela el espacio por excelencia para (re)pensar nuestras prácticas y posicionamientos frente a la actividad política?
Sin intenciones de agotar la discusión sobre qué es “lo político”, les propongo que pensemos si no es la Escuela el lugar donde podemos discutir la estructura social y su trama de relaciones de poder. Paulo Freire afirma en alguna de sus cartas pedagógicas que no hay realidad que no sea escenario de confrontaciones entre fuerzas que reaccionan al avance y otras que luchan por él. Entonces, qué mejor lugar que el aula para poner sobre la mesa la discusión sobre la realidad que nos atraviesa día a día. De esta manera estamos pensando en una forma de construir y hacer política, donde la elección y la decisión, que son actos propios del sujeto, estén atravesados por procesos de reflexión colectivos en un contexto donde la diversidad sea cuidada y respetada. ¿Estamos hablando de educación?
La educación puede (¿debe?) estar al servicio de la construcción de decisiones autónomas, de la transformación de nuestro entorno más próximo, de la inserción en la realidad que nos rodea y atraviesa de manera crítica, pero también los procesos educativos pueden estar al servicio de la inmovilización, de la reproducción de escenarios injustos y de la persistencia de realidades que son del “orden de lo natural”. El proceso de enseñanza y aprendizaje que se evidencia en cada institución educativa atraviesa permanentemente estas discusiones y esto es en su esencia político. ¿Pueden las niñas, niños y adolescentes quedar al margen de estas discusiones? ¿Acaso no debería ser el rol de todo docente abrir las puertas para que los procesos de pensamiento, reflexión, indignación, duda, indagación y proyectos de acción se pongan en marcha? Y en este sentido, me animo nuevamente a afirmar que esto es hacer política.
Nuestra sociedad se ha caracterizado siempre, pensando en términos generales, por transformar la discusión política en una dicotomía insalvable entre partidos políticos o, siendo más realista, entre personajes de la vida política nacional, que por momentos parecieran acaparar el gran abanico de lo político. La acepción política que estamos proponiendo excede por mucho la rivalidad del Boca-River, y la noción de Escuela que debemos y nos proponemos construir es aquella que sea motor de transformaciones, y no que tienda a replicar la sociedad que heredamos. En este sentido, cuando afirmamos con mucha firmeza que la educación es un acto político es porque entendemos que la decisión sobre qué bibliografía utilizar, cuáles marcos teóricos poner en tensión, qué discusiones acompañar y proponer, cuál es el rol de los y las estudiantes en el contexto aula o si la meritocracia es el valor que hay que ponderar por sobre el trabajo colectivo, colaborativo y cooperativo, son decisiones y acciones que pretenden construir y configurar el espacio público que habitamos todos y todas.
Negar la política en la educación es un acto político. Despolitizar la realidad social genera consecuencias en el corto, mediano y largo plazo. Rehusarse a discutir política es tomar la decisión de quedarse quieto, de estar cómodo, de evitar el conflicto. La realidad social es conflictiva, y no hay en la historia de la humanidad grandes transformaciones sociales sin grandes conflictos, ni espectaculares hazañas o relatos que escribir con personas que hayan decidido dejar la política en manos de “los políticos”. ¿El rol de la escuela? Hacer de la política una herramienta que esté en manos de los y las estudiantes.