“La familia debe educar para que la escuela pueda enseñar”, una frase que, sacada de contexto en estos tiempos y transmitida con frecuencia por las redes sociales, pareciera encerrar simplificaciones a la hora de plantear algunas relaciones entre el afuera y el adentro de la escuela.
¿Es posible hablar de un adentro y un afuera? ¿Es oportuno separar educación de enseñanza como campos privativos de uno u otro espacio? ¿Qué decimos cuando decimos “familia”? y ¿qué, cuando decimos “escuela”? ¿No se refieren ambas a una realidad social en la que es difícil establecer límites y distinciones a la hora de pensar los sujetos que las habitan? ¿No es la sociedad productora, de todo o parte, de las dos instituciones? ¿Qué le puede aportar la escuela a la familia y a la sociedad en lugar de demandarles?
En el presente artículo se intentarán expresar algunas pistas para pensar posibles respuestas a algunos de esos interrogantes. No se tiene la pretensión, por cierto, de agotar esas preguntar ni de clausurar otras búsquedas que, a la hora de responderlas, pudieran aportar otras visiones que permitan profundizarlas.
Una sospecha se plantea de manera inmediata. En esto de diferenciar misiones o tareas entre familia y escuela, esta última ¿no busca defenderse de los fracasos que la sociedad, en este caso la familia como parte de ella, le pudiera señalar? Al postular que sólo se puede enseñar sobre la base de la educación familiar pareciera que se esgrime una excusa: lo que no se puede enseñar adentro es porque quienes llegan de afuera no poseen la educación que se requiere como condición necesaria de posibilidad.
Resulta paradójico que, muy probablemente, quienes postulan como indispensable la relación “familia que educa – escuela que enseña”, lo hacen desde la cuasi certeza de que la familia no educa tanto o tan bien como la escuela necesita para poder enseñar. Lo afirmado tiene la carga de subjetividad de quien escribe porque ha escuchado y leído esta frase, muchas veces, entre quienes juzgan a la familia, al menos la que se concibe como tal de modo tradicional, en peligroso estado de decadencia, reflejando los síntomas de una sociedad que padece el mal de la desintegración como enfermedad terminal.
Se puede pensar que los conceptos que subyacen son los de una sociedad que debe ser construida a partir de una célula básica que entiende la escuela como su complemento necesario. Y que ambas, y pareciera que sólo ellas en la relación planteada, deben llevar a término una tarea que redundará en la formación de subjetividades capaces de una construcción social, según un ideal que, se supone, comparten.
La escuela se considera así como el dispositivo del saber que la familia y la sociedad necesitan. En este dispositivo se realiza la acción de enseñar sobre la base de la educación familiar para que desde allí se construya la sociedad. Se postularía así un círculo virtuoso. Se trata de formar sujetos, previamente educados en las familias, capaces de aprender conocimientos, habilidades, actitudes y aptitudes para la vida y el trabajo. Se presupone que esos sujetos están educados para reconocer la autoridad de quienes portan el conocimiento para impartirlo. Del mismo modo, preparados por las familias para aprender de aquellos, sobre la base de la misma autoridad, valores que les permitirán ser aptos para construir esa sociedad que se encuentra en grave peligro de desintegración. No se puede obviar que por debajo subyace, sin cuestionamientos, la perspectiva de la meritocracia.
Los supuestos enunciados se desmoronan ante una realidad altamente compleja. El entramado social no se evidenciaría construido sobre la base de la familia tradicional como célula vital. Tampoco se puede afirmar que ese entramado tiene posibilidades de ser construido por actores calificados fruto del proceso lineal: educar – enseñar. En relación con lo afirmado, no se sostiene la certeza de que sea de por sí efectivo el proceso de subjetivación establecido en la institución escolar como dispositivo del saber. Esta sería más bien la escuela tradicional. Ella se defiende del señalamiento social del fracaso cuando esgrime el argumento de que no puede enseñar porque falta la educación que se supone debe realizar otra institución tradicional.
La escuela, tal como se establece en estos supuestos, no es más el dispositivo disciplinario imaginado y concretado para reproducir subjetividades dóciles, obedientes y ordenadas que se adaptan y reproducen las estructuras sociales que pretenden quienes detentan el poder.
La familia, que se supone educadora, y la escuela, que quiere enseñar a los educados por ella, forman y son parte de lo que se denomina “sociedad de control a cielo abierto”, según el desplazamiento de características de las sociedades y sus mecanismos de poder, que describe Gilles Deleuze respecto de la concepción disciplinaria de Michel Foucault.
La sociedad actual no necesita del fastidioso encierro disciplinario. Se caracteriza por ejercer un control más confortable relacionado con la masividad de las tecnologías de la comunicación e información y las redes sociales que encarnan y a las que les hacen de soporte. Estos son los dispositivos con los que ejercen el control quienes detentan el poder sobre los sujetos y a través de los cuáles los sujetan según sus propios intereses. La escuela tiene que vérselas con nuevas subjetividades: estudiantes que la sociedad construye de un modo más sutil, no disciplinario. Se trata de otros sujetos sujetados.
En las sociedades disciplinarias, el continuo planteado “familia que educa – escuela que enseña” tuvo sentido. En ese continuo no se evidencia el tercer término, pero se lo supone: “familia que educa – escuela que enseña – sociedad que demanda”. En la sociedad actual esto se ha modificado.
El desafío que plantea este tipo de sociedad a la escuela, según pensadoras como Silvia Duschatzky, es ser capaz de producir un movimiento. Ese movimiento va desde la escuela, como dispositivo de saber, que forma según las demandas de la sociedad en cuanto mundo productivo, a la escuela como generadora de nuevas condiciones de aprendizaje a partir de la afectación de los y las estudiantes, la experiencia y la alteración subjetiva que abre, permanentemente, nuevas posibilidades de aprender.
En otras palabras, retomando la relación escuela – sociedad y ampliando el foco sobre quiénes forman parte de la compleja construcción de subjetividades más allá de la familia, se trata de una escuela que no elige a quién recibir y en qué condiciones hacerlo, sino que está abierta a alojar una multiplicidad de subjetividades altamente diversas.
Replantear la relación escuela – sociedad en nuevos términos supondrá reconocer que la institución educativa se encuentra en permanente proceso de desplazamientos por las problemáticas que la constituyen y no por las problemáticas que padece. La escuela renuncia a ser tal, cuando rechaza esos obstáculos porque reniega de los mismos múltiples sujetos diversos a los que tiene que alojar. Para ellos y con esos sujetos tiene que generar alternativas posibles de aprendizaje. La escuela se hace escuela cuando acoge, aloja y dialoga con la conflictividad que supone abrir horizontes a los sujetos que son parte de la misma sociedad a la que ella pertenece. Y si no, deja de ser escuela.
Aceptar ese desplazamiento exige un diálogo diferente con la sociedad. Ya no se trata de una escuela que se pretenda validar por una autoridad instituida per se frente a quienes integran su adentro y conforman su afuera. Se trata de una escuela que se abre a la posibilidad dinámica de autorizarse en forma permanente, mediante nuevos modos de intervención, desde una actitud de atención y vigilancia frente a las formas en que la afectan los modos de ejercicio del poder de la sociedad de control a cielo abierto. En este sentido, se trata de la escuela, que se anima a proponerse, en clave de relación entre el adentro y el afuera, el desafío de des-sujetar las nuevas subjetividades a través de la generación de nuevas condiciones de aprendizajes más allá de los obstáculos e imposibilidades y encontrando en esas situaciones la oportunidad de hacerlo.
La sociedad de control a cielo abierto empuja al individualismo, al mérito como meta para todo logro, al sálvese quien pueda, a la ilusión de estar conectado -pero no relacionado– con otros de cualquier modo y hasta con el cosmos en una armonía que adormece. Del mismo modo esta sociedad impulsa a una búsqueda de uno mismo basada en el desconocimiento del otro, de toda alteridad o seleccionando alteridades fragmentadas que permiten cierto reconocimiento, pero buscando la felicidad o la auto satisfacción en lo otro –personas o cosas– pero sin comprometer más que el propio interés.
La superación de la separación entre el afuera y el adentro de la escuela, que antes se mencionó, supone alojar. Este alojar y no sólo dejar entrar, soportar o hacer que se permanezca, pareciera exigir abrir las puertas de par en par, para que se hagan nuevas experiencias posibles de relaciones con los saberes. Esas relaciones debieran implicar propuestas de emancipación para las nuevas subjetividades, múltiplemente diversas, que sean auténticamente liberadoras por la ausencia de cercenamientos y limitaciones. Por el contrario, la apuesta debiera ser a su desarrollo para que se actúen sus propias potencias de superación de lo individual dando paso a lo colectivo, opuesto a todo paradigma meritócrata y desafiante respecto a toda sospecha de su presencia e imperio.
De-sujetar, abarcando muchos otros aspectos, supone emprender el camino de la comunión solidaria. Tomando ideas de Martín Buber, de-sujetar debiera posibilitar la experiencia de aprender a reconocer un YO en referencia a un TU y a un NOSOTROS y superar las negaciones y exclusiones que se imponen cuando un YO ve sólo en lo otro a un ello, un eso o un aquellos que no importan, no impactan, no afectan, no alteran.
Se trataría de algo así como abandonar todo atisbo de educación para la competencia, en la escuela, en la familia y en la sociedad en general y hacer una apuesta integral de educación para la cooperación y la solidaridad.
Se trata de una nueva apertura a la sociedad que necesita, aunque no lo demande porque así lo impone el poder, un camino de re-versión y recreación de subjetividades, las del adentro y las del afuera, para que la sociedad se haga habitable y sea un entramado donde no falte lugar para ningún alguien y por el contrario, haya espacio para todos los álguienes.
Para ello la escuela tiene que ser, también, ese lugar.