Cada día en cientos de miles de lugares del mundo se juegan otras tantas partidas de ajedrez en todos los formatos admitidos. Y a estas alturas de la historia de la humanidad, son tantas las elucubraciones sobre el origen del tan mentado juego que estarían cerca de llegar a ser el número de combinaciones posibles de movimientos con todas las piezas del tablero, en una partida imaginaria entre la supercomputadora que calculó la trayectoria del Mars Reconnaissance Orbiter a Marte versus Fugaku, ambas con la asesoría técnica de Magnus Carlsen y Fabiano Caruana respectivamente.

En estas brevísimas líneas intentaremos mostrar algunas de las delgadas pero sólidas y perennes líneas que tejen la imaginaria red entre la Matemática y el ajedrez. El segundo, no podría vivir sin la primera. Mientras que ésta disfruta de contar las múltiples posibles historias de la primera. No hace falta susurrar siquiera cuál es cuál.
Para empezar, resulta de lo más inconcebible pensar que un juego con tanta sustancia intelectual y variantes casi infinitas haya sido “inventado” por personas de carne y hueso, que apenas estaban aprendiendo la tabla del 2 -número base de la cantidad de casillas del tablero de juego- y más preocupados por no morir víctimas de alguna plaga que de jugar juegos de alto nivel mental. También resulta difícil explicar la combinación ideal de movimientos entre alfil, torre y caballo, a la hora de cubrirse perfectamente entre ellos, logrando un bloque irrompible, al menos sin un sacrificio importante.
Veamos también, cómo el desplazamiento del peón por el tablero puede ser entendido apelando a un concepto de la Matemática, como lo es el de “función”. Elegimos el peón por ser la pieza de menor valor en el tablero, pero con mayor importancia a la hora de las definiciones finales. El peón sólo avanza una casilla por vez, sin poder retroceder, pero toma en diagonal. Si tomara en el mismo sentido de movimiento, como lo hacen el resto de las piezas, o pudiera retroceder, se rompería el fino y perfecto equilibrio de poderío y cobertura dinámica que tiene el juego en su totalidad. Estas “funciones” diferentes que posee una misma pieza, matemáticamente, reciben exactamente ese nombre: funciones. Una relación funcional asigna a cada variable un valor, que depende de una operación matemática o lógica cualquiera. La pieza “peón” se relaciona con su posición en el tablero y con la posición de las piezas rivales, a través de una función invariable en el tiempo. Así entonces, cada pieza tiene su propia regla de movimiento asignada, aunque no depende de las otras piezas del tablero. Pero el peón sí. No solo eso, sino que además ¡su valor cambia con la posición! Eso queda demostrado en la coronación: cuando el peón llega a la octava casilla, es decir, a la última a la que puede avanzar, se convierte en cualquiera de las piezas fuertes del tablero, menos en el Rey, sin importar si se tienen o no cantidades de tales piezas. Es decir que en un momento se pueden llegar a tener tres damas, por ejemplo. Se trata de un verdadero deleite de funciones matemáticas, donde el peón, sin lugar a dudas, se lleva los laureles de la complejidad.
Vemos, entonces, un juego que se puede analizar y jugar matemáticamente, pero que existió antes del desarrollo científico de la disciplina. ¿Cómo puede ser posible? Sólo con este atisbo del Análisis Matemático presente en la teoría de funciones, estruendosos son los signos que pugnan por apoltronarse en la verdad incuestionable de un legado extraterrestre, devenido en popular juego intelectual humano.
Con el tiempo y la llegada inexorable de la era computacional, cada pieza del tablero adquirió un valor numérico: Peón: 1; Alfil y Caballo: 3; Torre: 5; Dama: 9; Rey: ∞, otro concepto puramente matemático y posterior a los siglos en que apareció -según algunos historiadores- el juego. Estos valores son tan relativos como la posición que ocupan en el tablero, y el resultado de la ecuación final no siempre nos da al ganador, pero sí una idea precisa de quién está dominando. Cálculos, valores, algoritmos, funciones, demasiadas palabras compartidas para una mera casualidad.

También resulta insoslayable la dimensión psicológica, que se asemeja a un “Juego de Tronos” entre dos mentes humanas, sensibles, frágiles, deseosas de probar que pueden conquistar al otro con un simple “ver donde el otro no ve” o “ver antes de que el otro vea”. El efecto será el mismo: devastación, frustración, pérdida emocional, por minutos, irreparable. Se trata de la misma sensación que nos asalta al intentar resolver un problema matemático de mesa de bar, como ser: “Si una botella y su corcho cuestan $250, y la botella cuesta $100 más que el corcho, ¿cuánto cuesta la botella y cuánto el corcho?”. Qué ganas de gritar $150 la botella y $100 el corcho, ¿verdad? Es una trampa, obviamente.
En el ajedrez hay muchas de ellas. Uno hace cuentas: 1 alfil más 2 peones, a cambio de 1 torre, salgo ganando. Pero si esos 2 peones eran lo último que te quedaba, y al otro le queda 1 peón, te va a ganar, casi seguro. Pero, como la poéticamente vapuleada ave fénix, surgirá una idea desde las cenizas de esas capturas que traerá esperanza, optimismo, ambiciones renovadas. Todo lo que parece perderse en la batalla se transmuta en ganancia con un peón que decide no tomar y en vez de ello orgullosamente avanzar. Los signos gestuales se invierten inmediatamente, y ahora la pelota está en el campo contrario. Y todo vuelve a empezar. Podría ser un juego eterno, pero el tiempo pasa, las piezas se resbalan del tablero y el desdibujado final se convierte en certeza absoluta. ¿Ahogo? ¿Tablas? ¿Jaque mate? Se devela el final de la sucesión de movimientos iniciados en aquel limpio mapa prometedor y temeroso. Alguien se va con un sabor amargo en la mente. Alguien queda con un pensamiento firme en el pecho.
No existe ningún otro juego que mantenga en el tiempo tremenda vigencia. Compite con LOL, Fornite, COC, Amongus, Counter Strike y otros miles, pero siempre gana. Es que jugar ajedrez es ejercer como criatura pensante, es usar “eso” que nos distingue, es arremangarnos la humanidad y lavar la mente de las distracciones del quehacer mundano. Sin importar si ganamos o perdemos, aprendemos en cada movimiento. Lidiamos con la frustración, con las ideas malas y sus consecuencias, con la inventiva, con la traición, propia y ajena, con la falta de ideas, con el entusiasmo, con el pesimismo, con todo lo humano que somos. Hasta que al final, nos enfrentamos al éxito o al fracaso. Pero siempre podemos empezar otra partida, o intentar resolver otro problema matemático.