“Cambio de vestuario”: el relato ganador de una ex alumna del IES

En una vida donde todo se pierde, empezando por la juventud, siguiendo con las carnes firmes y acabando con la memoria, una invitación al recuerdo es un billete de lotería premiado con terminación. Un estímulo, una posibilidad cierta, acaso un impulso para conseguir aquello que uno desea. En este caso, activar el músculo de la evocación y recobrar, aunque sea en papel y tinta negra, las vivencias de los días de estudiante.
Lo hice en el Instituto, en el que, cuando ingresabas, entrabas a pertenecer a una memoria colectiva de historias vividas por otros y por todos. Historias sin tiempo, de escenarios cambiantes y con dudosos documentos de identidad. Anécdotas que iban de escupitajos certeros en una ventana rota lanzados por un reconocido Doctor en medicina, de las gallinas de Don Olmos en su encuentro con un matagatos de los de quinto año, del desacato juvenil de izar prendas femeninas en el mástil escolar. Si en verdad no ocurrieron, la ficción resultó entonces otro talento de mi querida escuela.
Por aquel entonces algunas cosas eran distintas a lo que son hoy.
Mi secundaria no era IES y menos el IESS, íbamos al INSTITUTO, aquel del azul y gris por uniforme. Camisa blanca, con corbata azul para los varones. Pulóver azul marino escote en V y blazer de igual color (frío y duro el desgraciado, encima generalmente heredado así que ni el talle servía), pantalón gris para los caballeros y pollera gris con dos tablas frontales y dos traseras, para las damiselas.
No teníamos Lengua, sino Castellano con la Prof. Boggio. Éramos por el ’72 los “pollitos recién salidos del cascarón” de la Sra. Alasino, ya que así nos llamaba en vano intento de mantenernos ordenados y en fila.
En ese primer año ocurrió el “Pantalonazo”, inspirado y bautizado así por el aún fresco Cordobazo del ’69. Las mujeres, niñas aún con más aspiraciones de rebelión al sistema que con el frío en las piernas que argumentábamos, declarábamos el fin de la “pollera con tablas” y la bienvenida al pantalón, prenda que no sólo nos cubriría las piernas (y zonas aledañas) del frío, sino que nos empoderaría ante los varones mirones, que parados bajo las escaleras esperaban ver más allá de lo que nuestras minifaldas querían mostrar.
Fue a finales de otoño, en medio de los cuatrimestrales, que las chicas nos organizamos. Y las de quinto y sexto adoctrinaron a las de cuarto, y éstas a las de tercero, y las de tercero a las de segundo y las de segundo a primero. Todas llevamos en la fecha fijada, un pantalón entre los útiles. Entre miradas de expectativa y miedo por lo que sólo nosotras sabíamos que iba a ocurrir, sin permiso y a pura prepotencia nos pusimos el pantalón en el baño durante el primer recreo y salimos todas juntas al patio cubierto con cánticos a modo de proclama y hasta quemamos una cubierta en el patio de tierra. Mientras las clases seguían en las aulas, a las que nos negábamos a entrar si a condición debíamos cambiarnos.
“La Verdú”, Mirgone y compañía hicieron charlas, reuniones y debates. Nos llamaron a la reflexión y a deponer la rebelión. Al día siguiente, repetimos la bravuconada, asistiendo directamente a la escuela con el pantalón puesto. El alumnado intuía cuáles eran los profes a favor y los que estaban en contra de la pretendida reforma y sublevación. Así, el claustro se dividió, a ojos de los alumnos, en simpatizantes y adversarios, catalogados los primeros como progresistas amigos de la juventud y los segundos, viejos retrógrados, enemigos de tan divino tesoro. Supieron disculparnos, éramos jóvenes con más fuego en el cuerpo que claridad en nuestros juicios.

Promoción 1976


Y el Instituto cedió, en parte, a nuestras razones argumentadas, y censuró, en un todo, los modos de llevarla adelante. Se dió cabida al pantalón y se prohibió a perpetuidad la quema de cubiertas. Habiéndose sentado precedente, se dispuso el uso del pantalón de mayo a setiembre como uniforme femenino, mientras que en los restantes meses lectivos debíamos volver al uso de la falda.

Por entonces las cuestiones de género estaban en pañales. La lucha de faldas y pantalones apenas asomaban a la lectura de Don Juan Tenorio que el profesor Kaisser nos hacía leer mientras nos advertía “No calienten la pava”. Eran otras nuestras preocupaciones, si te tocaba o no la Ingratta, si conseguías escribir mucho palabrerío en las pruebas de “la Marta Paz” para garantizar un aprobado, o si ese día en particular tendrías la fortuna de zafar del Flaco Boqué con su paralizante toque en el hombro y su “pase al frente”.
Este ejercicio de memoria y de evocación me está resultando un tanto desenfrenado. Hay muchos recuerdos y es imposible contar todo. Mucha historia y muchos famosos, admirados y queridos protagonistas quedarán para el próximo concurso y para las entrañables reuniones de promoción con ex compañeros. Esperarán su salida a escena: la sonrisa aplomada de nuestro Caballero Rojo (era la época de Karadajian) del Profesor Bergesse; el pucho y la boquilla del celador Bossia; la batalla discursiva entre Unitarios y Federales que Norma Ferro nos proponía dividiendo en dos al curso; la infinita paciencia por hacernos cantar en armonía de Yolanda Bestar; la envidiable didáctica de la “Colorada” Lucia Vaggione y sus también envidiables caderas; la pasión de Silvia Huberman por la danza y por el trabajo con sus chicas; las llaves de la puerta de chapa que daba a la calle Avellaneda y los zapatos con ruido de Mirgone. Cuando uno ejercita el músculo de la evocación, estos atropellos de recuerdos suceden sin quererlo y sin talento para resumirlos.
Como cierre puedo contar que en 1976, justo el año en que el Instituto cumplía sus primeros 25 años, los egresados en su conjunto y en clara, aunque inconsciente transgresión al régimen dictatorial estrenado a nivel nacional, decidieron oponerse a la tradición institucional que dictaba el saco con corbata para los caballeros y el vestido blanco para las damas en el acto de colación y entrega de diplomas.
Nuestro pedido a las autoridades escolares fue que queríamos recibir nuestro diploma con el mismo uniforme que nos había acompañado durante los cinco o seis años, según se tratase del bachiller o del comercial, respectivamente. ¡Sí! Ese mismo uniforme tantas veces transgredido y adulterado por la fuerza adolescente para decir “acá estoy”. Alegábamos no poner a nuestras familias en gastos innecesarios de ropa para una sola noche. Adalides de las causas justas, nuestra justificación velaba nuestros más mezquinos intereses de tener unos mangos más para ir a Bariloche. Otra vez reuniones, charlas y debates. Y otra vez el Instituto cediendo su tradición en pos de la modernidad, en escucha al alumnado. Eso sí, hubo una condición innegociable. Las chicas debíamos asistir con la pollera gris de tablas.
Rescato de este viaje al pasado, la constante rebelión de los jóvenes por lo establecido y el infinito saber del Instituto para dar cabida y cause a los movimientos generados por aquellos que cobijaba. Es sabido que somos resultado de aquello a lo que pertenecemos y de aquello en lo que nos referenciamos, por eso me gusta creer que con el INSTITUTO nos hicimos, en parte, mutuamente.

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