Todos quienes hemos pasado por la escuela sabemos que las situaciones de examen, no importa en qué formato se nos presenten –escritos, orales, en grupo, individuales– siempre tienen un denominador común al que, por más esfuerzos que hayamos hecho, nadie escapa: los nervios, esos que nos recorren el cuerpo de las formas más variadas, secándonos la boca, escondiéndose en forma de retortijones en el estómago o calambres que nos recorren las piernas o las manos. Haber pasado por la escuela, es haber tenido los nervios invadiéndonos. De la mano de Lola Candussi, nos acercamos a un aula, un profesor que con seriedad se dispone a entregar los exámenes y a un final que ni Lola ni nosotros, sus lectores, imaginábamos.
La prueba

La tensión se respiraba en el ambiente, el profesor caminaba en círculos por el aula como lo habituaba, se acercó hasta su escritorio y de su bolso retiró un folio con hojas magulladas y nos miró fijamente a cada uno. Su mirada severa ponía nervioso a más de un estudiante en aquella aula que por lo general estaba llena de risas cuando la hora de biología llegaba. El profesor tenía en su poder los resultados de la última evaluación que había tomado. Se posó sobre aquella silla de aspecto fúnebre (estaba en las últimas la silla), cruzó sus piernas y nos miró seriamente. Comenzó a convocar a cada uno de los estudiantes de aquella aula, que en ese momento parecía estar más fría de lo usual. Recitaba los nombres con su voz estridente y los portadores de aquellos nombres temblaban al escucharlos salir de lo más profundo de su garganta, se alzaban de sus cómodos asientos y con las piernas tiritando de miedo, algunos más confiados que otros porque habían estudiado y se sentían seguros de las respuestas que habían quedado plasmadas en esas hojas una semana atrás. El nombre de la persona con mejor promedio se expulsó directamente de la garganta de aquel hombre, la chica de lentes se elevó de su asiento en los últimos bancos de esa fila en la que estaba yo tan solo unos bancos más adelante. Caminando lentamente llegó hasta el banco del profesor, la miró y luego miró su prueba.
-¿Qué pasó, Caro?- su voz resonó en mis oídos y me dejó la mente en blanco, si a ella que era la chica más inteligente del curso le iba mal, qué quedaba de una simple mortal como yo que apenas se salía del 7.
La chica titubeó en contestar, pero yo no la escuché, estaba demasiado ensimismada en mis pensamientos de cómo pedir inmediatamente el trabajo recuperatorio para no llevarme la materia a coloquio y no tener que ir al colegio en verano. La chica se fue con una sonrisa plasmada en la cara, mientras yo agonizaba por dentro, mi vista se nublaba de aquellas lágrimas de angustia que sentía en ese momento.
Llamó a mi nombre, mi corazón latía desbocado y un nudo se formó en mi garganta, me levanté y mi compañera de banco me miró y en su mirada sentí apoyo.
-¿Qué te pasó, Lola?- me preguntó con voz calmada, pero esa oración fue lo que me orilló a llorar silenciosamente en mi lugar con la cabeza gacha. Mi vida pasó frente a mis ojos y él me miró divertido. Soltó leve carcajada y lo miró curiosa. Me sonrió tenuemente y me entregó aquel papel tan ansiado y tan odiado al mismo tiempo. Di media vuelta con intención de sentarme en mi banco y mis compañeros me miraron curiosos, era algo común que preguntaran las notas de sus compañeros y compararlas con las propias. Me apuré a sentarme en mi lugar como si eso me fuera a sacar de las miradas de mis compañeros y el profesor.
Escondí la evaluación bajo el banco y miré disimuladamente la calificación numérica de ella. Y me llevé una gran sorpresa al ver que en rojo sangre un número 9,50. El alma me volvió al cuerpo y con ella las esperanzas perdidas de aprobar la materia. Una sonrisa disimulada se formó en mi cara y miré al profesor que me miraba expectante y le sonreí, limpié las lágrimas de mi cara y leí punto por punto para ver si podía sacarle unas décimas más para poder obtener el tan deseado 10. Al fin de cuentas lloré por anticiparme a los hechos y quedé como llorona.